Siempre me he preguntado qué pasa cuando dos espejos se sitúan enfrentados el uno al otro sin más que reflejar que la imagen de cada uno en el otro. A veces siento así este partido de tenis que cambia la hierba o la tierra batida por una pista oceánica. Por más que se alarguen los descansos entre un set y otro, las idas y venidas de tantas palabras y acordes tejen una red que atrapa las ideas como si fuesen peces voladores.
A veces me gusta pensar que hay alguien al otro lado del Atlántico que escribe para mi. Eso explicaría por qué algunas cosas que leo me llegan tan adentro, aunque no me estén destinadas conscientemente. Como aquella disertación sobre las mil y una rutas posibles en una ciudad que nunca he pisado, pero que sentía tan cercana como si fuese la que me vio crecer.
Yo tampoco escribo para nadie en concreto, o tal vez un poco para mi mismo. Salvo hoy. Hoy escribo para tí, que has decidido que merece la pena volver a darnos unas cuantas alegrías al mes a los que te leemos y ya te echábamos un poco de menos (pese al juego marítimo de tenis).
Gracias a tí.