Las hormigas son las criaturas predilectas de Dios
Un montículo de tierra entre dos planchas de cemento recalentado, perforado por un túnel minúsculo pero insondable. Un movimiento constante, un todo dividido en pequeños ochos negros a dos centímetros de mis ojos. Una respiración jadeante que no consigo controlar, una gota de sudor que resbala por mi frente hasta mi ojo. Un escozor penetrante, una piedra clavándose en el cartílago de mi oreja, una rodilla forzada, quejándose a mi cerebro. Una mano en la cabeza, una presión en las sienes, un pie sobre mis muñecas cruzadas y dolientes. Un cañón de 9mm entre las costillas, una certeza inapelable. Una madrugada de verano ya moribunda, una calle vacía, una oscuridad que se extingue. Un amanecer con la boca llena de tierra y de hormigas, una indiferencia terrible del mundo, un grito de auxilio inútil no pronunciado, un hormiguero impasible, una rutina eterna. Las hormigas son las criaturas predilectas de Dios.