I
Se despertó temblando, empapado en sudor. La noche había sido calurosa, pero el día amaneció nublado, enfriando el sudor sobre su piel. La luz gris se filtraba por las rendijas de la persiana, empenumbrando el desorden del cuarto. Se levantó, se desnudó y se duchó. Hizo café. El reloj marcaba más de las doce. Toda la mañana perdida. Suspiró y volvió al cuarto, sin afeitarse ni peinarse, todavía con el albornoz puesto. Otro día de trabajo por delante.
II
Lo más duro del trabajo era encajar todas las piezas. Comprar no le importaba, era un trabajo sencillo, sólo tenía que elegir lo que le gustara. El problema era cuando no todo lo que le gustaba encajaba. Entonces tenía que hacer concesiones. A la larga , las concesiones no lo eran tanto, sino un descubrimiento progresivo de lo que en realidad iba buscando, un algoritmo de aproximación para un problema que parecía irresoluble. De ahí las largas horas en el cuarto, ya taller más que otra cosa. De ahí también el descuido del pequeño salón, lleno de polvo de meses. De ahí, por supuesto, las otras dos habitaciones que daban al pasillo, convertidas en almacén y en depósito de los intentos fallidos (que los había). Esa tarde se sentía más cerca que nunca del éxito, mientras colocaba la penúltima pieza de su obra, comprada (como todas) al dueño de alguna antigua galería comercial. La última pieza, en realidad la primera en ser elegida, encajó suavemente en su lugar, sin fisuras de ningún tipo. Al fin había creado su modelo de perfección. El maniquí le miraba sin verle con sus ojos inexpresivos.
III
Esa noche le fue imposible dormir. Primero fue la emoción, mezclada con la icredulidad, de haber terminado su trabajo. Había tardado dos horas en dejar de contemplar su creación, maravillado por su perfecta armonía. Su estado de hipnosis remitió cuando se dio cuenta de todo lo que le quedaba por hacer. A la mañana siguiente tendría que tirar todas las piezas sueltas y los maniquíes incompletos de los otros cuartos a algún contenedor de escombros. En cualquier caso, eso era puro trabajo mecánico. Lo que le atacó cuando al fin se metió en la cama fue el miedo. Había invertido meses de su vida en crear un patrón para la mujer perfecta, su ideal femenino. Hasta el final no se había dado cuenta de que en realidad no encontraría ese patrón en ninguna mujer real. Sudando a mares, se giró en la cama, dándole la espalda al maniquí, asustado de lo que había llegado a significar.
Ya no supo qué creer cuando sintió cómo un cuerpo cálido se introducía entre las sábanas junto al suyo. Se giró y abrazó a la mujer. El soporte del maniquí les contemplaba desde la esquina de la habitación.